Plaza Lezica

Una tarde de domingo, ya perdida porque eran casi las cinco y me figuro un invierno de transición, casi sin el sol y la gente con cara de resignación iba de puesto en puesto sin ver más que libros. Todavía era la plaza Lezica y las revistas viejas aun no valían más que un códice maya encontrado en Nepal explicando como viajar a Marte sin aburrirse en el largo camino, como si lo valen en estos tiempos. Casi le completé el favor cuando le dije al puestero "dame los diarios también", y el gordo dejó el mate y se apuró por primera vez en todo el fin de semana, me sacó el billete de la mano y junto con el vuelto me llenó los antebrazos de diarios y revistas amarillos. Algunos titulares eran tan grandotes que me dificultaban caminar.
En un banco cerca de Rivadavia me agarró la noche con dos periódicos anarquistas de la época del golpe del treinta. Quería viajar en el tiempo. Una incomodidad propia del que se le vuelan los papeles mientras se entera de alguna injusticia me hizo aparecer en lo de Rafael. Barreto me puso algo en los pulmones que me hizo hablar dos horas seguidas. Todas eran preguntas; el viejo era tan huraño que con sus sies y sus noes me obligaba a seguir preguntando.
Su padre amaba la poesía, jugaba con las palabras; tal vez haya inventado el crucigrama. Se aprovechó del apellido y homenajeó con su hijo al que dijo alguna vez
Rafael Barreto hincha de huracán. Memorioso como los elefantes y cerrado como un rinoceronte era una biblia del anarquismo. Con mucha paciencia le sacaba recuerdos y armaba lo que la historia fue borrando un poco con los diarios, otro poco de forma más macabra. El sabía que la historia no olvida ni recuerda, sólo escriben y borran las personas. Y escribía, indagaba, preguntaba. Se preguntaba.