Pibes.

Las dos cabecitas dan a la altura del disco del teléfono público. Uno de los chicos se agacha. Sólo un poco, casi sin detenerse. Justo para ver si en el hueco para el vuelto se quedó olvidada alguna chirola. Si está esa tapita de metal que sabe lastimar los dedos de los grandes, con un sólo toquecito y una caricia al cajoncito de chapa infame sabrá si seguir la marcha o recoger el botín.
Toda una técnica.
El otro chiquilín tiene las rodillas más gastadas. Su agachada llega al suelo y busca con los ojos: adelante, por debajo. Alrededor. Todo en unos segundos. Es una técnica, son un equipo.
Podrían estar pateando alguna globa, con las dos piernas, de bolea al vuelo de un mal pique -en el campito los piques son siempre malos- o de pasar más tiempo en el barrio tal vez hubiesen puesto mano en el fitito de Carlitos, único auto en dos cuadras, y ellos los únicos mecánicos. Los mejores.
Pero no. Carlos ya no tiene para los repuestos y la bola que se hunde un poco más con cada lluvia.
La técnica. El público y las monedas. Es natural, es parte de ellos: el sábado a la noche pasan una y mil veces por la puerta de la disco. Entre tantos tacos finos y planchitas ellas no los sienten. Ni siquiera se calientan, las tocan de irreverencia nomás. Es otro arte, otra técnica. Cuatro de la mañana y se juntan con el primo. Una pizza de uno ochenta que viene de regalo y el primo que se paga una cajita para la sed. Hoy se movió bien, pero los bondis ya no vienen llenos como antes.
Los tres mastican el rocío, los tres pasan sus yemas por el borde de la masa, mueven los deditos por el borde del umbral, vuelven al barrio. El fitito tapado por la escarcha, la puerta entreabierta, las monedas a la lata.