Rastros de poesía y astronomía urbana.








Quizás nunca alcances
la sórdida penumbra,
aun así
los bárbaros testigos sucumbirán
ante tu estallido.

Azimel

Azimel se va de viaje. Armó su mochila con menos cosas que deseos y cerró la puerta con dos vueltas de llave, dio un beso en el lomo de la Travex y la tiró por la alcantarilla. Buscar la felicidad en otro lado -siempre en otro lado- o sentarse a filosofar; antes se decía que vivir bien era saber filosofar: nada más falso.
Dijo que la luna indicaría su camino. ¿Podrá Azimel, seguir sus propios pasos?
La sombra de los exiliados siempre marcha por delante. Sólo arrima su ayuda en los repechos, tendiéndonos sus manos como lazos invisibles. Nosotros, sombra de sombras no dejamos de seguirla. Indagamos sin respuestas. ¿Tan difícil es asimilar la marcha? La soledad es un vómito de luz sobre esa mano que se extiende en el camino.

Lejana, en un bar desconocido. Horario matinal; los teléfonos públicos distintos, de colores vivos, le indican otro país. Los nombres en el menú, las voces en la radio. Las marcas de los autos, los nombres de las calles. Otro país.
Busca un espejo y en él sus propios ojos. Se gusta y no se entiende. Ensaya una mirada para pedir algo al mozo. Una franela húmeda pasa por la mesa y se lleva su mirada perdida. Vuelve al espejo. Se gusta; sigue sin entenderse. Moja sus labios ajados en el café con leche y un vapor caliente recorre su nariz. Será la única caricia en ese día...

Recuerdos.

En un asiento del andén de una moderna y gigantesca estación de trenes luminosos, Azimel tiene la mirada perdida en sus recuerdos. Siente la vidriera del negocio de Don Luiggi - el anticuario - repleta de objetos gastados por el uso o el tiempo; cansados de tanta indagación. Los largos estantes, de filos redondeados, sostienen decenas de historias incrustadas; muchísimos juguetes tristes, e inútiles cubiertos degradados. Sabía que al cruzar ese portal, ese amigo viejo, de guardapolvo gris y amarillentas canas comenzará a recorrer desordenadas series de melancolías:
-“…Mire niña, esta foto del año veintisiete; blancos y negros retocados con algunos colores; había que tener bastante plata para poder hacer ese lujoso agregado. Fíjese que pesado este reloj, cadenero de hombres ricos, incómodo corazón ligado a la cintura...”
Fotos ajadas, platos de pared, demasiada madera moribunda. Infinitas miniaturas repartidas como el viento en una playa de mármoles y espejos. Un santuario barrial que devoraba vivencias, atendido por un italiano ácrata con sueños de bibliotecario. Como tal, no le faltaba su colmada pila de libros y una desflecada torre de revistas perdidas; era en esas colecciones de papel donde Selmar, su amigo historiador hurgaba para memorizar nombres o disparar ideas.
Se veía observando atónita, sorprendida; sorprendida al dar las nueve y media el único reloj que funcionaba en ese museo improvisado; Azimel se recuerda llegando tarde, corriendo por Defensa, haciendo ruido en la escalera. Dejando las compras para otro día y llegar temprano al estudio de Selmar. Apuraba los pasos sobre las veredas angostas de San Telmo hasta alcanzar la vieja puerta de la calle Venezuela, y empujarla con el cuerpo para atravesar el pasillo. Se trataba de un estrecho corredor que daba a un patio, un farol enorme y oxidado escondía un techo descascarado habitado por arañas. Apenas tenía tres metros de largo para unir aquellos mundos espejados y a la vez dispares. Para ella, se trataba de todo un laberinto.
Muy al fondo, después del patio esperaba una escalera que ella ascendía salteando escalones, martillando el piso con los tacos. Presentándose en un barullo que ahorraba cualquier sorpresa. El siempre le guardaba una sonrisa. Siempre

Cuenta el apurado paso de la turba en el andén y se recuerda anunciándose con un suspiro después de martillar el piso con los tacos hasta desvanecer la memoria. La última imagen es de aquella sonrisa, hasta desvanecer la memoria y fundirla en su presente e inmediata multitud. Mira alrededor y ve alejarse el mismo tren llegado hace minutos, dando paso a otro, y a otro, y a otro. Se pregunta por los nombres del lugar, por su destino, por el barrio. Descubre que las personas que no saben el idioma pueden manejarse con los números - al menos en Hungría, al menos ella- contando cuadras y estaciones. Deja de recorrer su improvisada ciencia y sube al vagón asombrada del silencio, buscando una ventana al sol.

Vuelve a recorrer aquella pequeña escalera ferrosa de San Telmo al momento del suspiro. Esta vez no ahorra la sonrisa.
Las puertas abiertas y la radio prendida como siempre; días y noches, semanas enteras de diales infinitos. La comunicación es un hechizo circular.
De esa manera entraba al cuarto de quien más amaba y odiaba a la vez en todo el mundo -que por entonces no pasaba de veinte cuadras a la redonda. Mucho movimiento con las puertas, insubordinada, saludando hacia el éter, y si él estaba para oírla, mejor.

Escribiendo en una mesa llena de papeles, con poca y gastada luz, amarilla de tanto iluminar recortes de periódicos, Selmar no pensaba de su visita más en que vigilar que no le entreverara las fotos de sus diarios ni devore la comida que estaba preparando, antes de poder cumplirse el gusto de servirla puntillosamente en la mesa. Le hacía bien preparar en riguroso orden cubiertos, platos y vasos colmados. El sabía que contaba hasta la noche entre trabajo y estudio y si miraba dos veces sostenidas a los ojos de su amante abandonarían todo para besarse, o para ir a la calle a ver extranjeros en los bares y negocios del Sur, o al puerto a añorar el río. Lo sabía.
Y la mirada llegaba. Cenaban y partían, invirtiendo el orden de los ruidos alcanzaban la escalera, el pasillo, la vieja puerta de la calle Venezuela, los adoquines…

Un silbato la despierta. Repite para si cierta indicación: “...son cuatro estaciones, ocho cuadras de calle diagonal, arbolada y angosta. Inequívoca señal, las ventanas azules y alguien que te entenderá al saludar. Te van a cuidar y alimentar, te preguntarán por mí y por el país. Sé amable. Sé paciente...”

Historia.

Cerca de las diez de la noche decidió descansar. La vida lo estaba llevando para donde menos se hubiera imaginado, se encontraba con más actividades y todas le gustaban, pero en ese entonces, como ahora, los días eran finitos y el trabajo se llevaba la mayor parte del día, y las fuerzas. Solía hacer bromas sobre la metafísica meta de robar la sucursal sin moverse de su casa. ¿Y si lo hiciese?
Necesitaba dinero y eso perturbaba su imaginación. También bromeaba con la idea de poner una agencia paralela de patentes de inventos que se complicaba por ineficaz, loterías no jugaba y su trabajo era mal pago. Sumergido en los recortes de los diarios y la colección de volantes que le prestó su tía Mariel sufría por el tiempo que no alcanzaba. Volvía a sus documentos. En la época del centenario eran pocas las mujeres de la militancia anarquista de un Buenos Aires un tanto más sencillo que el suyo, de veladas resistencias y también de luchas abiertas. Mariel era una bambina de ojos verdes que hacía de correo entre Reno Gizzi y los del sindicato. Ella guardaba algunos volantes porque del lado en blanco Reno le escribía poesías y piropos en cocoliche.

“Ahora la noche por la noche descansa. Se tapa con nubes y sueña imágenes bonitas que también están en nuestros sueños. Ocurre que la noche no cesa de leerlos. Todos. Todos los anhelos y los sueños de todos. Por momentos deja caer su llanto en los humanos. Nos priva de las estrellas, vuelve en infierno al más tranquilo de los mares; rompiendo en mil pedazos la ilusión de tantas almas. Es que en su resentimiento explica su inocencia.”

Pero en sus textos la poesía convive en el espacio del pasado, con las luchas del pasado. La historia del movimiento obrero según un libertario. Bandera Proletaria, La protesta y La chispa. Folletos y libros que venían del Uruguay de España o de países extraños.

Por los ruidos en la escalera descubre que no está solo; saluda con una sonrisa y se dispone a hablar como no lo hizo en todo el día. Le gustan esas visitas de su pequeña amante. Va hacia la comida y la presenta ordenadamente en una mesa a medio armar, cuida que no falte nada y se sientan a cenar.

Sobre el mantel queda un periódico y sobre el periódico un círculo separa un diálogo:
César.- ¿Pero cómo haréis esa revolución si sois cuatro gatos?
Jorge.- Es posible que no seamos más que cuatro. A ustedes les agradaría eso y no quiero quitarles una ilusión tan dulce. Quiero decir que nos esforzaremos para ser ocho, y después diez y seis.
Ciertamente, nuestra tarea, cuando no se presentan ocasiones de obrar mejor, es hacer propaganda para reunir una minoría de hombres concientes que sepan lo que deben hacer y estén decididos a hacerlo. Nuestra misión es preparar a la masa, o la mayor parte posible de la masa…
En el margen con letras muy pequeñas en tinta azul alguien escribió la aclaración “En el café, de E. M.”.

El libro

Quitó la música y se inclinó hacia mí. Todo quedó envuelto en el silencio y escuchaba sólo su respiración, cada vez más cerca. Aun con su cara en la sombra, alcanzaba a ver sus ojos llenos. Ya no pude quitar la mirada. Mojó su cara con una lágrima y entonces supe todo... tomé sus manos que temblaban quizás de frío y la besé en los labios.
El amanecer nos sorprendió en un parque, guardando en los bolsillos las estrellas que la luz del sol iba borrando.

Horas después, en el bar de Ricardo el marco era distinto: La radio. Los vasos contra la pileta. El ruido de la registradora. El techo, menos un cielo podía ser cualquier otra cosa. A lo mejor el infierno estaba un poco mas allá de la luz violeta del matamoscas, entre la terraza del bar y los tubos de luz que parpadeaban como árboles de Navidad.
Me gustó verla contenta. Hubiese deseado otra escena, rompiendo el pasaje, acomodándolo entre la servilleta de papel y el sobrecito de azúcar, pero su exilio no era forzado. Su tiempo en Buenos Aires terminó ni bien llegada la carta del magiar.
Ricardo deseaba en lo más íntimo de su podrida saña que Azimel fuera por un rato al baño. Un poco para mirarla, otro tanto para venir a joderme. Y bajo el signo de su grasiento infierno todo se daba como él quería. Ella quiso verse en el espejo que formaba el servilletero pero como no se encontró dijo con pereza:
- Voy a mojarme la cara así me arreglo un poquito...
Y al instante el gallego estaba a mi lado.
- Parece que a la niña se le ha corrido el maquillaje. Siempre haciendo llorar a las mujeres usted -me dijo bajito mientras se llevaba las tazas y yo pensaba en como ese hijo de puta manejaba el destino desde el mostrador, además de hacer sus buenos pesos. Y agregó para terminar de matarme:
- ¿Cómo va esa novela? Por lo menos ahí puede hacer lo que usted quiere, debe ser como un dios o un patrón. Lástima que sea tan ateo vio... el barbudo le daría una manito ayudándole a terminarla algún día. Pero usted cree… en usted…

Al libro lo llevaba envuelto en papeles de diarios. Las hojas mezcladas parecían un mazo viejo que le falta el dos de oros. No se lo mostraba a nadie con la excusa de todos los días: quiero retocarlo un poco, mañana nos vemos y hablamos. El dos que no llegaba nunca… Y se iba para la plaza a mirar entre los juegos, a inspirarse. Le preocupaba que su texto tuviese que ser explicado. No entendía como morían en el silencio los terribles pilares de eso que hoy llamaban Buenos Aires y lo quería documentar.
Llevaba lapicera azul y anotadores Congreso de la época en que los taxis eran todos Siam Di Tella.
Buscaba páginas al azar y las recorría: “… Mirta había cumplido dieciséis años, y su tío había estirado dos días de su eterna semana para hacer unas extras pintando el frente de madera del negocio de Don Segura. Esas monedas fueron el regalo para que Mirta deposite en la Fábrica Dell’Acqua de Chacarita un seguro por las supuestas multas que acumule, o para su propio médico si enfermaba. En caso de abandonar el trabajo, perdería ese regalo junto con parte de sus sueños. Era así, se comenzaba la carrera perdiendo…”
La vida de los trabajadores tenía facetas terriblemente tristes pero había resistencias en cada sujeción. Tendremos que agradecer eternamente a los barbudos gringos que fundaban organización.
De título ni hablemos; siempre la llamó la novela y aseguró bajo juramento que él no aparecía ni como acomodador en la parte del cine. Intercalaba un texto, una poesía, si podía asomaba alguna idea, la intención no era mala pero no podía darle vida como él deseaba. El pasado parecía morir. ¿Para quién escribimos cuando las puertas sólo abren hacia adentro?

Siesta, parque de otoño y una mujer

Parque Lezama. Es una tarde en el otoño de Ariadna, es jueves. Ella siempre disfrutó de la comicidad inmanente de la palabra jueves: casi como una silla chueca: jueves. Desentendida de sus ganas de viajar, extraña de verse sola aplastando hojas secas del camino; haciendo ruido. Buscó un lugar y se sentó. Desparramó sobre las piedras incrustadas del frío banco de granito, todo el contenido de su bolso.
Lo mejor será detener la marcha. El arte se sienta a mi mesa pero ésta vez no comerá de mi carne. El sol de todas las personas llega en forma de jaguar y se desparrama en el polvo de ladrillo. Habían anunciado lluvia. Otro yerro más que la gente de la ciudad olvidará mañana cuando digan viento, paseos o regalos. La radio suele alimentar anhelos en las horas pico.
Ve perderse a otros cuerpos camino abajo en las barrancas y se angustia un poco. El discreto juego de ser alguien más entre la multitud se pone en movimiento. Piensa en el horizonte de su río poblado de barcos que se escapan.
Los cirujas de la plaza van desnudos como los árboles. Hasta ahí se acuerda, el otro rato cree que durmió.
El viento hace lo suyo con esos papeles muertos que dejó de lado; un rebaño de bollos desparejos se intercala entre las hojas secas del suelo, que con mucha soberbia hacen su propio ruido al recibir cada pisada.
Uno de los papeles ahora de forma esférica es pateado por una improvisada centroforward de aros y sandalias. Un tanto distraída, ella está a una cuadra de esos bollitos y las hojas.
Es una mujer distante. No sabe bien de fechas y horas para los encuentros. Entre sus apuntes y los libros -que la estudian- tiene algunas fotos. No necesita de colores ni mucha gente que aparezca en esos cuadros.
Ella también está distante del mundo que la mira porque entre sus ojos y el tiempo hay un brillo sostenido. El rojo de sus labios obliga a quitar la mirada vergonzosamente.
Las hojas secas saben que después de la lluvia van a persistir creando el suelo. Pero los papeles…
Los papeles se desangran de tinta que se corre.

Fuego

El fuego de los seres que esperan, se mueve simulando el viento que no está. Cuatro o cinco maderas derramadas ahora son leños, devorados por ese pequeño infierno. Podrían haber sido cruz o barco, tal vez papel, baúl o viga. Sin vacilar, se vuelven luz solar en las faldas de una hoguera. Toda la seducción del universo concentrada en un estanque de cenizas. Una mujer hermosa se enfrenta al crepitar. La luz de su mirada y la luz de los maderos dan la noche. Una mujer hermosa es encantada por ese pequeño infierno, que es como un volcán sin lava. En algún momento del tiempo el claro del cielo mezclará el tono de sus ojos. Ya nada se repetirá.

Mangialavoro.

Otra vez elige San Telmo. Tenía que contarle a Selmar su encuentro con Carmelo.
Resulta que desayunaba gratis en lo del gallego y alguien bien desalineado, un poco gordo y bastante gritón terminó ofreciéndole un trabajo. Era para desconfiar por el aire fanfarrón de tamaño personaje, pero Azimel estaba sin un cobre y su dependencia se le hacía intolerable.
El tipo entraba al salón como si lo estuvieran esperando. Saludaba hasta a las servilletas, se sentaba enfrente de Marcelito el lavacopas; por el precio de un café con leche tenia un sobrinito a quien aconsejar las cosas que no hizo cuando él mismo trabajaba en la verdulería. El pibe lo oía porque así se entretenía, pero de creer todas las anécdotas que el chico debía escuchar del tano, ya tendría 127 años vividos con plena intensidad. Si agregamos los bolazos y lo que quedaba por contar el viejo era inmortal.
Decían que dormía en una covacha y que acumulaba en el almacén una frondosa libreta marca Norte. No era cierto

Carmelo Ruggiero Mangialavoro, fabulador profesional. La cara llena de pliegues indicaba una vida de buen comer, regordete hasta en los bigotes; llena de marcas de tanto gesticular pues a la hora de mandar historias el hombre interpretaba, hacía voces; de ser necesario se tiraba al piso...
Era un actor con a mayúscula. Estuvo en tantos lados que podía sumar ciento treinta años -sin contar los diecisiete que pasó en su verdulería de Parque Patricios. Todos los días de Dios, con gripes, mamúas o depresiones. No falté nunca decía con orgullo, mejor que Sarmiento porque allá en San Juan no llueve nunca y Buenos Aires es inclemente, como los reyes.
Sabía de tango, del peronismo y sabía todas las calles de la ciudad. De fútbol era una biblia. Supo hacer favores y beneficios. Cuando le sobró algún metálico lo dejó en Palermo.
A la hora de guardar pertenencias, su límite era un bolso azul "dos manijas". No se le conoció casa ni hotel. Siempre se iba por la noche.
De día siempre estaba. Había borrado del diccionario las palabras no y nunca.
Carmelo Ruggiero.
Mangialavoro.

Plaza Lezica

Una tarde de domingo, ya perdida porque eran casi las cinco y me figuro un invierno de transición, casi sin el sol y la gente con cara de resignación iba de puesto en puesto sin ver más que libros. Todavía era la plaza Lezica y las revistas viejas aun no valían más que un códice maya encontrado en Nepal explicando como viajar a Marte sin aburrirse en el largo camino, como si lo valen en estos tiempos. Casi le completé el favor cuando le dije al puestero "dame los diarios también", y el gordo dejó el mate y se apuró por primera vez en todo el fin de semana, me sacó el billete de la mano y junto con el vuelto me llenó los antebrazos de diarios y revistas amarillos. Algunos titulares eran tan grandotes que me dificultaban caminar.
En un banco cerca de Rivadavia me agarró la noche con dos periódicos anarquistas de la época del golpe del treinta. Quería viajar en el tiempo. Una incomodidad propia del que se le vuelan los papeles mientras se entera de alguna injusticia me hizo aparecer en lo de Rafael. Barreto me puso algo en los pulmones que me hizo hablar dos horas seguidas. Todas eran preguntas; el viejo era tan huraño que con sus sies y sus noes me obligaba a seguir preguntando.
Su padre amaba la poesía, jugaba con las palabras; tal vez haya inventado el crucigrama. Se aprovechó del apellido y homenajeó con su hijo al que dijo alguna vez
Rafael Barreto hincha de huracán. Memorioso como los elefantes y cerrado como un rinoceronte era una biblia del anarquismo. Con mucha paciencia le sacaba recuerdos y armaba lo que la historia fue borrando un poco con los diarios, otro poco de forma más macabra. El sabía que la historia no olvida ni recuerda, sólo escriben y borran las personas. Y escribía, indagaba, preguntaba. Se preguntaba.

Pibes.

Las dos cabecitas dan a la altura del disco del teléfono público. Uno de los chicos se agacha. Sólo un poco, casi sin detenerse. Justo para ver si en el hueco para el vuelto se quedó olvidada alguna chirola. Si está esa tapita de metal que sabe lastimar los dedos de los grandes, con un sólo toquecito y una caricia al cajoncito de chapa infame sabrá si seguir la marcha o recoger el botín.
Toda una técnica.
El otro chiquilín tiene las rodillas más gastadas. Su agachada llega al suelo y busca con los ojos: adelante, por debajo. Alrededor. Todo en unos segundos. Es una técnica, son un equipo.
Podrían estar pateando alguna globa, con las dos piernas, de bolea al vuelo de un mal pique -en el campito los piques son siempre malos- o de pasar más tiempo en el barrio tal vez hubiesen puesto mano en el fitito de Carlitos, único auto en dos cuadras, y ellos los únicos mecánicos. Los mejores.
Pero no. Carlos ya no tiene para los repuestos y la bola que se hunde un poco más con cada lluvia.
La técnica. El público y las monedas. Es natural, es parte de ellos: el sábado a la noche pasan una y mil veces por la puerta de la disco. Entre tantos tacos finos y planchitas ellas no los sienten. Ni siquiera se calientan, las tocan de irreverencia nomás. Es otro arte, otra técnica. Cuatro de la mañana y se juntan con el primo. Una pizza de uno ochenta que viene de regalo y el primo que se paga una cajita para la sed. Hoy se movió bien, pero los bondis ya no vienen llenos como antes.
Los tres mastican el rocío, los tres pasan sus yemas por el borde de la masa, mueven los deditos por el borde del umbral, vuelven al barrio. El fitito tapado por la escarcha, la puerta entreabierta, las monedas a la lata.

La falacia del Inside izquierdo.

El viejo había llevado una estadística bastante precisa acerca de los datos menos conocidos del mundo del fútbol rioplatense. Quiénes eran los olvidados, qué temas se escabullían entre las mesas de los bares para dejar paso a lugares comunes o verdades incuestionables capaces de provocar terribles cismas en los cumpleaños más amenos. Y de eso hablaba. Para decir con precisión, sugería, porque en el arte de la seducción oral era el mejor. Nombraba algunos jugadores de equipos chicos, leídos de su pila de diarios polvorientos o de algún Gráfico viejo que conservaba entre sus deshilachadas camisas y cajas de remedios que no tomaba; el puesto menos renombrado era el de defensor izquierdo, algo así como el ascensorista de la oficina al que vemos a diario sin integrarlo a las charlas en comunidad sobre familia, trabajo o amigos. Y sabía todos los número tres de los equipos chicos desde el 45 hasta el 76, año en que dejó de ir a la cancha cuando Huracán perdió aquel campeonato tan estrambótico.
Algo similar haría años después el persistente Lito Valenzuela, cuando se recibió de periodista, en sus “críticas y comprometidas” columnas del diario El Vestigio. Esa vaguedad que generaba incertidumbre y un respeto mal fundado, hacía funcionar una máquina reproductora de palabras, que se disolvía sin la menor resistencia ante la llegada de otro cliente, el recambio azaroso del tema de conversación, la presencia de un profano, o el agotamiento inmanente y natural de la sanata.

Otro pibe

El chico se agarra el pitito, mira el árbol pero vuelve sobre el taxi, abre la puerta y, como puede, pide unas monedas; algo recibe que no cuenta y junto con la mano, van al bolsillo.
El pitito y las monedas bien agarradas, el árbol y las ganas. Ve que se le va otro taxi y se resigna. Aguanta otro poco...
Resignarse a los siete. Como jugar de arquero y que mientras todos corren, que todos pateen, hagan goles... uno con las manos, paradito al frío y cuando viene la globa, con las manos. Resignación.
Sasha espera sin paciencia hasta que llega su turno. El nene le abre la puerta como a todo el mundo; ropas de nenes bien en la piel del pobre. Pantaloncito de corderoy y buzo de plush sin hacer juego, en plena primavera.
Unas cuadras después el auto se detiene por un semáforo en rojo y Sasha queda mirando a alguien que da vueltas mirándose las manos, alrededor de una parada de ómnibus.
¿Cuenta las monedas o se lee el destino? – Pregunta muy seria y preocupada porque el semáforo amenaza cambiar dejando el cuadro sin final.
-- Las dos cosas. – Contesta el taxista que esperaba hablar de lo que sea. – Son lo mismo...
De pronto el hombre en la vereda estornuda de golpe dejando caer algunas monedas. Se mueve como convulsionado, parece bailar, se toma la cabeza con el puño apretando bien los cobres. La cabeza y las monedas bien agarradas, mira por la alcantarilla y se lamenta.
Ella se ríe y sigue leyendo. El taxista baja un poco el volumen de la radio e insiste una conversación. No se produce; tiene que bajar. Venezuela al cuatrocientos. Paga y baja temblorosa.

Sasha y el viaje de Azimel

A Sasha no le importa nada ni nadie.
Va a las cosas con una mano y las toma sin mirar, o las deja sobre el borde de la mesa, muy al borde. Puede ser que a veces esos objetos caigan a su espalda y se rompan como las olas al final del mar; no importa. No le importa nada.
Golpea la puerta con un llamador con forma de puño y color de estatua. Sabiendo que no abrirán ella misma se ocupa de hacerlo. Camina hasta el patio y una mujer se asoma de una de las puertas. Pregunta por Selmar y la señora le indica la escalera.
-Subí que está. Por el silencio debe estar.
Sasha no entiende la deducción pero igual agradece con una sonrisa y un lindo gesto de sus ojos. Antes de llegar lo llama despacio y Selmar no tarda en asomarse a la puerta para recibirla en el último descanso apoyado en la baranda.
- Traigo noticias de Hungría, tengo un sobre para Azimel.
- Entrá que preparo algo caliente. No te esperaba, - le dice mientras le ayuda con su bolso y un abrigo que ella trae acomodado en su brazo izquierdo.
El siente que la besa cuando recibe sus manos y la besa en los ojos, con los ojos. Esa visita no le hará bien, todavía no entiende como Sasha y el no siguen juntos.

Fue Sasha quien le presentó a Azimel para que no estuvieran solos ya casi tres años atrás. Según ella fue la única vez que se preocupó por él, y para Azimel era el hombre perfecto, el que tanto soñó y cuando las complicidades de la adolescencia entreveraban sus sueños. Era ella misma quien los separaba ahora trayendo una larguísima carta y bastante dinero.